A la visible deslealtad que las autoridades catalanas demuestran al retorcer la Constitución y el Estatuto para burlarse de la democracia, no se le puede hacer frente únicamente con la aplicación de las leyes
Artur Mas, actuando dentro de sus competencias como presidente de la Generalitat, promulgó ayer en nombre del Rey la Ley catalana de consultas no referendarias, ordenó su publicación en el Diario Oficial de la Generalitat y, a continuación firmó el decreto que convoca una consulta en aplicación de dicha ley. Con este acto público, al que se querido revestir de una insólita, pero muy intencionada, solemnidad, se inicia un período que todos —unos y otros— ya tienen previsto: recurso del Gobierno ante el TC, suspensión de la ley durante un mínimo de cinco meses a partir de su admisión a trámite e invalidez de todo acto jurídico —por tanto, de la convocatoria de la consulta— que se lleve a efecto en virtud de la ley suspendida.
Por tanto, ¿nada va a pasar?, ¿mucho ruido y pocas nueces?, ¿es indiferente que las autoridades catalanas aprueben leyes presuntamente contrarias a Derecho ya que la legalidad lo acaba resolviendo al imponerse mediante resoluciones judiciales? Ciertamente, en todo Estado de Derecho la legalidad se impone pero no siempre resuelve los problemas. En este caso, como se ha comprobado en estos dos últimos años, si lo dejamos todo a la simple aplicación de la ley, seguiremos recorriendo un largo camino, plagado de piedras, en el que serán frecuentes unos tropezones que nos deberíamos ahorrar.
En efecto, no todo empieza y acaba en cumplir o incumplir la ley, hay vida más allá y más acá del Derecho, y a la visible deslealtad que las autoridades catalanas demuestran al retorcer la Constitución y el Estatuto para burlarse de la democracia, no se le puede hacer frente únicamente con la aplicación de las leyes y, en último término, de las sentencias de jueces y tribunales: hace falta, también, hacer política. Por supuesto dentro del marco de la ley, pero sin reducir esta política a la mera aplicación mecánica de las normas. Y hacer política, en una sociedad democrática, consiste, entre otras cosas, en argumentar para convencer.
Este es el punto en el que las fuerzas nacionalistas catalanas están ganando al Gobierno central, al PP y al PSOE. Recordando la célebre frase de Unamuno en la Universidad de Salamanca, con la actitud del Gobierno y de estos partidos, se vence en los tribunales, quizás se convence a una mayoría de ciudadanos del resto de España pero no a la mayoría de ciudadanos catalanes que, si bien muchos de ellos no son independentistas, quieren en su mayoría votar de forma explícita si quieren permanecer en España o separarse de ella.
Con el ordeno y mando no basta, hace falta persuadir, seducir y, como decíamos, convencer
Una larga tradición que, de forma rudimentaria, arranca quizás de Maquiavelo y, de manera altamente sofisticada, llega hasta nuestros días, entiende que la política se ejerce mediante el uso del poder y la organización del consentimiento. ¿En qué han fallado las fuerzas políticas que no son partidarias de la independencia de Cataluña? En eso segundo, han ejercido el nudo poder pero no han organizado el consentimiento. Con el ordeno y mando no basta, hay que persuadir, seducir y, como decíamos, convencer.
Ahora bien, en ese conflicto la responsabilidad de las partes no es la misma ni mucho menos. Hay enormes diferencias en el reparto de culpas y, sin duda, la carga principal recae, sobre todo, en el Gobierno de Cataluña y en los partidos que dan soporte al llamado, aunque inexistente, derecho a decidir. Tampoco queda exento de culpa el anterior Gobierno, de distinto signo. En efecto, cuando un presidente de la Generalitat —en este caso Montilla, en el año 2010— avala y casi convoca una manifestación contra una sentencia del Tribunal Constitucional, es evidente que deteriora seriamente al Estado de Derecho y, con carácter más general, deslegitima a las instituciones democráticas ante los ciudadanos. El Tribunal es un órgano político y la sentencia está argumentada con criterios políticos: esto es lo que dijeron las más altas autoridades del anterior Gobierno tripartito.
A partir de ahí, con el nuevo Gobierno de CiU presidido por Artur Mas, las cosas fueron aceleradamente a peor. Se propuso el concierto económico, al modo vasco y navarro, sabiendo que era un objetivo irrealizable pero necesario para justificar la necesidad de pasar a una nueva fase que el propio Mas calificó de “zona desconocida”. Era la fase de la independencia en la que ahora estamos. Había prisa, España estaba en un momento de grave debilidad económico y se debía aprovechar la ocasión.
¿Cómo se podía transitar por este camino, dar el salto hacia la independencia? En un artículo reciente recogía la consigna de Pompeu Gener, un pintoresco escritor catalán de fines del XIX y principios del XX, que siempre recordaba el añorado Jaume Vallcorba: “Endavant, endavant, sense ideia i sense plan”. Esta ha sido la estrategia de Mas en sus accidentados cuatro años de gobierno, una estrategia que recuerda la de Companys durante los meses anteriores al desastre del 6 de octubre de 1934, aquella fallida insurrección contra la II República con la estúpida excusa de salvarla.
El poder de Artur Mas se sostiene por sus continuas apelaciones al pueblo que se manifiesta en la calle
¿Cuál es el núcleo de esta estrategia? Algo que en Europa es propio de las fuerzas de extrema derecha o de extrema izquierda, tanto en tiempos de Companys como hoy: el populismo, es decir, la pretensión de que el pueblo está representado por los ciudadanos que se manifiestan en la calle y no por los ciudadanos censados que votan cuando les corresponde de acuerdo con la ley. Cuando menos desde 2012, el poder de Artur Mas se sostiene por sus continuas apelaciones a este pueblo que se manifiesta en la calle y en el que se mezclan los independentistas de toda la vida con los más recientes y a los que se han añadido aquellos que impugnan el sistema democrático. En este confuso batiburrillo se mueve, con un poder limitado y condicionado, el actual presidente de la Generalitat. No sé si muchos votantes de CiU entienden todo esto. Pero endavant, president, endavant.
Pero después está la otra parte, la que personifican Rajoy, su Gobierno, su partido y, en menos medida, el PSOE. Ya hemos dicho cual ha sido su respuesta al problema catalán: Constitución, ley, jueces y tribunales. Nada más. Se ha ejercido el poder de forma correcta, se ha recurrido judicialmente aquello que se debía recurrir, sin duda esto se seguirá haciendo, pero se ha olvidado de la otra cara de la política: convencer.
No era difícil convencer. Los planteamientos de los independentistas catalanes son de una debilidad apabullante. Se han equivocado en casi todo: en cuestiones de derecho interno, de derecho internacional, de derecho comunitario, en economía y en historia. No han aprobado ninguna asignatura. Sin embargo, no se les ha replicado. El presidente del Gobierno no ha sabido explicar ninguna respuesta política más allá de la ley y el derecho. No ha sabido argumentar de forma convincente las consecuencias negativas que tendría para los catalanes una Cataluña independiente y, sobre todo, no ha sabido explicar las ventajas de pertenecer a España, a la UE y al euro. Durante dos años, sólo Constiución, ley y sentencias. Obviamente esto no basta, se ha perdido un tiempo precioso.
No sé lo que sucederá el 9 de noviembre próximo, aparte de que no se va a celebrar consulta legal alguna. Pero el Gobierno —con el mayor consenso posible— debería plantear un acuerdo para encontrar un procedimiento que permita una salida. No es cuestión de plantear una reforma constitucional, que debe hacerse con tiempo y calma, tampoco una tercera vía, sino de encontrar un punto de encuentro con la Generalitat que, por supuesto dentro de la más estricta legalidad, despeje el camino y ofrezca seguridad cara al futuro. Quebec y Escocia, por lo que se ha visto, no son malos ejemplos.
Autor: Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional y autor del libro Paciencia e independencia, publicado recientemente.
Fuente: El País
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