El inesperado movimiento de protesta de los jóvenes nace a tientas, con los políticos asustados y las fuerzas del orden muy dispuestas a reprimirlo
Juan Arias (El País 14/06/2013)
A pesar de que Brasil es un país envidia de muchos, lleno de riquezas, posibilidades de trabajo y vocación emprendedora, con una democracia de las más consolidadas del continente y hasta de los Brics, muchos se extrañaban de que no hubiese en él un movimiento de indignados como hoy existe hasta en las mejores democracias del mundo.
Era considerado extraño que en un país en desarrollo, que está eliminando pobreza y acortando diferencias sociales, los jóvenes nunca salieran a la calle para protestar, por ejemplo, contra la corrupción política o para mejorar los servicios públicos, la educación y la salud, que muestran aún índices, a veces, de Tercer Mundo.
De repente, la nimiedad del aumento de 20 céntimos de real en los transportes públicos ha hecho saltar la chispa y la gente se ha echado a la calle, no contra sus gobernantes, a los que aún conceden altos índices de confianza, sino para intentar mejorar lo ya conquistado en los últimos 20 años.
No es posible aún prever si el movimiento inicial, que ha comenzado teñido de violencia y actos de vandalismo callejera, se consolidará o no. Ni es posible parangonarlo con las protestas de la llamada primavera árabe, porque en Brasil, como en España, Italia o Grecia, los indignados no han salido a la calle para derrotar a una dictadura, sino para ensanchar los espacios democráticos y exigir mayor calidad de vida.
No es posible aún prever si el movimiento inicial, que ha comenzado teñido de violencia y actos de vandalismo callejera, se consolidará o no. Ni es posible parangonarlo con las protestas de la llamada primavera árabe, porque en Brasil, como en España, Italia o Grecia, los indignados no han salido a la calle para derrotar a una dictadura, sino para ensanchar los espacios democráticos y exigir mayor calidad de vida.
Quizás por ello, habrán podido chocar al mundo las imágenes de la noche del jueves, sobre todo de las manifestaciones de São Paulo, reprimidas duramente por la policía. Daban, en efecto, la impresión de que habían ocupado la ciudad con todo el despliegue de sus fuerzas no para aislar a los posibles vándalos, sino para evitar la misma manifestación. Habrá podido extrañar también ver a las fuerzas policiales de São Paulo actuar contra un grupo de manifestantes que pedían mejores transportes públicos, y más baratos, como si estuvieran liberando de traficantes de drogas a una favela violenta de Río.
Se intentó desacreditar a los manifestantes alegando que no representaban a la mayoría de la población, pero un sondeo de Datafolha reveló este viernes que esa mayoría estuvo a favor de ellos, aunque condenan también los actos de vandalismo.
Brasil tendrá a partir de ahora que convivir con las exigencias de una ciudadanía que parece haberse despertado del largo letargo de un periodo de vacas gordas, pero que los jóvenes que no vivieron la dictadura quieren aún mejorar. No quieren solo bonanza, quieren mejor calidad de vida.
El nuevo e inesperado movimiento de los indignados brasileños nace aún a tientas, sin experiencia, con los políticos asustados y las fuerzas del orden dispuestas a reprimirlo. Deberá irse perfeccionando.
Las fuerzas del orden deberán entender que están en la calle para defender el derecho de manifestación en una democracia. La represión de un puñado de revoltosos radicales y violentos que se aprovechan como siempre del río revuelto debe obedecer a la defensa de los jóvenes que luchan por una mayor democracia.
Y eso, para unas fuerzas del orden como las de Brasil, preparadas y acostumbradas a combatir otras violencias mucho mayores, es una niñería.
Ya es un paso adelante que el alcalde de São Paulo, Fernando Haddad, del gubernamental Partido de los Trabajadores (PT), haya tenido el coraje de confesar que la violencia de la pasada madrugada en la ciudad “fue tristemente obra de la violencia policial”.
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